lunes, 17 de diciembre de 2018

SOLA



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L.J. Pruneda


Mi mente nunca ha sabido interpretar el sentido de una frase que repetidas veces se emplea en mi familia… “menos es más”, dicen.  

-         - Imposible ecuación y totalmente fuera de lógica – Solía pensar en silencio. Incluso tengo el recuerdo de defender mi postura durante alguna conversación intrascendente con mis amigas.

Esta noche, sin desearlo, he descubierto su significado.
Menos es más.

Salgo del disco bar. He decidido irme a casa, tal vez cansada y aburrida de un ambiente que no me motiva en exceso.
-          - No te vayas sola, espera un poco más. Este lugar queda apartado y no es buena idea. Nunca sabes quién puede andar por ahí merodeando - Me dice alguna de mis compañeras cuando les anuncio mi decisión.

No les hago caso.
Qué ingenua.

En la parte externa del local se acumulan chicos y chicas en cuadrillas.
Hablan.
Ríen.
Fuman.
Bromean.
Beben.
Socializan.
Parece que nadie se fija en nadie, pero todos están pendientes de todos.

Emprendo la marcha sin despedirme de ninguno.
Percibo el sonido inconfundible de mis tacones repiquetear sobre el asfalto. Su resonancia parece formar un eco especial al rebotar el sonido en las fachadas de las casas. Por momentos, parece que caminaran más personas por la misma calle, pero sólo es una ilusión acústica. Únicamente estamos mi sombra y yo.
Solas.
En ausencia del característico ruido del tráfico habitual de coches, escucho como un perro ladra repetidas veces en la lejanía. Es un ladrido anodino, ausente de matices, que resuena profundamente en el viento. Sigue una cadencia constante, tres ladridos seguidos, luego un silencio. Parece que hablara a la oscuridad de la noche. O simplemente, esa es la historia que estoy imaginando yo ahora mismo.

Menos es más.
Menos ruidos inmediatos, más se magnifican los sonidos lejanos.

Sacudo los hombros y sonrío a las estrellas. Me hacen gracia mis pensamientos que desean jugar con las palabras.
La calle inicia un leve descenso. Las farolas proyectan luces y sombras sobre el suelo. También sobre mí.
El silencio de la noche envuelve mis pasos, pero parece que también desea envolver mi cuerpo en un haz de tinieblas.
-          - Ssssst, ssssst – Alguien sisea desde un portal próximo.

De inmediato mis pensamientos se detienen, mi respiración se entrecorta, mis músculos se tensan.
Una sensación de inseguridad comienza a rondar con fuerza mi pecho.
Aprieto los labios con determinación y cruzo los brazos sobre mi pecho. Necesito sentirme protegida. El gesto me infunde una falsa seguridad.
Mis sentidos se disparan en busca de nuevas señales de peligro.
La soledad de la noche parece hacerse más intensa.
-          - Guapa… ¿quieres que te acompañe a algún sitio?
-          - Mira que faldita llevas… ¡vas pidiendo guerra!

Me obligo a no mirar hacia el lugar de donde provienen las voces.
Escucho unas risas sarcásticas. Son al menos dos sonidos de hombre.
Acelero aún más mis pasos.
Temo a lo desconocido. No soy ninguna cobarde. No. No tengo miedo a la muerte. Pero sí tengo miedo al sufrimiento. Al dolor provocado.

Menos es más.
Menos compañía, más vulnerable.

Un coche pasa lentamente.
Me hago a un lado. Busco un refugio efímero acercándome a las fachadas de los edificios. Aunque ellas realmente me ignoran, siento un alivio protector.
Una lechuza ulula repetidas veces desde un tejado cercano… “Mal augurio, diría mi madre. Algo malo va ocurrir”. Pienso.

El vehículo se aleja. No se percibe ningún ruido de otros coches próximos. En ese instante y como saliendo de la nada, escucho con nitidez cómo unos pasos parecen acomodarse a la marcha de los míos. Justo a mi espalda.

Mi piel se eriza en señal de alerta. Maldigo interiormente haber tomado la decisión de irme sola de aquel lugar.
Algo me dice que mire hacia atrás. Consigo contenerme. Mi instinto de supervivencia me lo prohíbe, y a la vez, me obliga a ir a un ritmo tan alto que los propios tacones no permiten.
Qué paradoja. Estoy en mi pueblo, entre los míos. A la sombra de mi gente y… y siento miedo.

Miedo.
MIEDO.
Sí, temor a convertirme en una víctima más que sirva de noticia a una página de sucesos de cualquier periódico.
Miedo a lo desconocido.
Miedo a ser agredida o violentada por uno o más hombres.
Desde niña me han prevenido una y otra vez… “Debes tener cuidado”.
-          - ¿Por qué?

Con desesperación desgarrada me pregunto qué hay en las cabezas de esos hombres que se acercan y de forma traicionera nos tratan a las mujeres como si fuéramos un simple trozo de carne, un ser que pueden tocar, manejar, incluso manosear a su antojo sin tener en cuenta nuestra voluntad.
Ahogo mis reflexiones en una lluvia cargada de desconfianza.
Los pasos mantienen la distancia. Ni más lejos, ni más cerca.
No sé discernir si eso es bueno o malo.
Pero la tensión acumulada en mi espalda se muestra desmedida. Extrema.

Aumento el abrazo sobre mi cuerpo.
Tuerzo ligeramente la cabeza y miro por el rabillo del ojo. Advierto una sombra oscura y prolongada a menos de veinte metros de distancia. Contengo la respiración.
-          - Por favor, que deje… ¡que deje ya de seguirme!

Se intensifica mi aprensión que, imposible de controlar, se desboca por todo mi cuerpo, y sobre todo en mi cabeza. Cierro por un instante los ojos para poder concentrarme…  “Siento miedo a mi propia reacción. No sé si llegado el caso me defenderé, lucharé con todas mis fuerzas o si la rabia, la impotencia, mi propia ansiedad me dejará paralizada, como una autómata a la deriva de un corazón sin alma ni escrúpulos ¿Cómo defender mi propia voluntad?
¿Cómo defender mi propio cuerpo de unas manos ajenas y repulsivas?
No… no quiero ser una nueva mártir, pero…
¿Alguna mujer ha querido ser víctima?
¿Es algo que podemos elegir?
Si un NO, no tiene validez, ¿cómo podemos hacer saber a nuestro verdugo que nos está haciendo daño?
¿Es realmente necesario decirle NO?
¿Puede alguien encontrarte en la calle, en cualquier lugar y sin más abusar de ti, apropiarse y robarte tu propia intimidad?
¿Por qué? ¿Por qué hay hombres que actúan así?
No… es algo que nunca entenderé, es algo que por favor…¡por favor que no me suceda hoya mí!”

Deseo arrancar a correr con todas mis fuerzas. Algo en mi interior me detiene.
La persona que va tras mi estela tose sonoramente.
Agudizo el oído.
Inconscientemente aminoro la marcha.
Vuelve a carraspear.
Esta vez el gesto de quien me persigue es más forzado. Parece que quiere captar mi atención.
Lo consigue.
La tensión de mi espalda se relaja.
Percibo como una placentera sensación de alivio inunda mis músculos.
Se relaja también el gesto de mi cara
El carraspeo proviene de otra mujer…
“Sí, es otra joven”- Pienso con súbita alegría.

Agradezco su gesto. Lo hace para hacerme saber que es otra chica, que no debo preocuparme ante su presencia.
Volteo la vista atrás.
Me deja una mirada calmada. Sincera. Nos sonreímos.
Es un momento de complicidad. De confianza entre dos desconocidas, que toda mujer conoce y posiblemente ha experimentado alguna vez.

Mi miedo se difumina en el aire, pero mi cabeza sigue dando vueltas, sintiendo náuseas con sólo imaginar lo que muchas otras mujeres han sufrido en una calle como ésta, de cualquier otro lugar.

Menos es más.
Sí, salvo si se trata de ser prudente, si se trata de mantener tu seguridad personal. Si no, menos siempre es menos.