viernes, 1 de noviembre de 2019

Tenemos que hablar








Nuestra mente siempre parece estar preparada para generar mecanismos de defensa con los que protegernos ante aquello que intuimos puede acabar dañando lo más profundo de nuestro ser.
- Tenemos que hablar…– Escuchó decir a su marido en un tono sereno, lento pero firme y frío.

Esas son las últimas palabras que, en este momento, su mente es capaz de recordar.
Cierra los ojos. No sabe por qué se lo ha dicho, pero siente que es una expresión inquietantemente dura, seca, incluso con una connotación negativa. Una burbuja de ansiedad crece en su pecho. Sabe que detrás de estas palabras siempre viene un posible tropiezo, una contrariedad, una decepción. En su fuero interno esas palabras no presagian nada bueno.
Ahora, con la mirada perdida sobre el techo y acostada sobre las sábanas en la soledad de aquella cama desconocida, solo atesora la compañía de un inmenso dolor de cabeza. Aprieta los párpados repetidas veces intentando recordar. Una maraña confusa de pensamientos inconexos se entrecruza en su memoria, tal vez la sabia naturaleza está intentando protegerla de un mayor dolor.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser…

No, no hay más palabras en su mente. El hilo del diálogo se tensa y se rompe como la cuerda de un violín. A partir de ahí solo detecta oscuridad; sin embargo, su mente está confusa, aturdida, se debate entre un ir y venir de desastrosos augurios, de finales dramáticos, de violencia e incluso de muerte.

Abre los ojos. Los párpados le pesan un mundo. Solo ve una nebulosa que poco a poco se aclara hasta revelar el contorno de los objetos que la rodean.Intenta mover sus piernas…  “¿Qué me sucede, qué me pasa?” – Piensa.

Su cerebro le dice que las rodillas se han plegado, pero sus ojos indican que las piernas no se han movido ni un ápice de su sitio.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿es que no te das cuenta…?

Pequeños retazos de la conversación llegan a ella en oleadas que de pronto se interrumpen de modo abrupto; sin embargo, su mente reconoce perfectamente que son las palabras que pronunció su marido.
Toma aire.
Le cuesta respirar… “Pero… ¿darme cuenta de qué?

Un escalofrío electriza toda su piel.
El sol entra a través de la ventana y se refleja en el blanco inmaculado de la pared. La luminosidad le ofusca la mirada, casi tanto como lo está su mente. Luz, demasiada luz hace daño a sus pupilas.
Un sabor a plátano podrido inunda el cielo de su paladar.
No quiere pensar.
No quiere sentir los latidos de su corazón.
No quiere tener vida.
Escucha…
“Beep – Beep – Beep…”  


Es un sonido rítmico que emerge del lado izquierdo de la cama.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿es que no te das cuenta que así no conseguirás nada?...

El hombre la observa con el gesto serio. Contrariado. En su mano porta un objeto que ella en su memoria no es capaz de ver.
De nuevo cierra los ojos en un vano intento de intentar hacer memoria…
“No, no… ¡no puedo!”

Su mente ha borrado el recuerdo.
Le duele la cabeza, y aprecia que cuanto más intenta forzar su pensamiento, más aumenta el dolor. Pero ya no puede parar, está inmersa en un camino de una única vía: hacia delante.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿Es que no te das cuenta que así no conseguirás nada? Tenemos que buscar otra solución a esto…

Consigue verlo.
Está situado ante ella.
Porta en la mano un gran bate de beisbol, lo esgrime como quien intenta protegerse de algo.
Su mirada es dura, penetrante.
Una especie de bruma pegajosa envuelve la escena y no le permite ver con claridad todo el contorno.
“Beep – Beep – Beep…” 

El sonido rítmico sigue a su lado. Gira la cabeza, o al menos eso cree. Percibe que algo no puede ir bien, sus ojos siguen mirando hacia el techo…
“Qué… ¿Qué me ocurre?”

Su instinto le indica que ha vuelto a virar la cabeza. La mirada sigue fija sobre la bóveda situada sobre su cama.
Levanta su mano derecha y la traslada ante sus ojos. Pero no la ve… “¿Por qué? – Se pregunta sintiendo cada vez una más profunda inquietud.
Vuelve otra oleada de palabras a su cabeza que resuenan como la narración en off de una película.
- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que con esa actitud no conseguirás nada? Tenemos que buscar otra solución a esto… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo…

Una lágrima rebosante de agotamiento se asoma al balcón de sus ojos.
Esta es salada.
Es dulce.
Es sombría.
Se desliza lentamente recorriendo su mejilla, como una gota de miel, hasta alcanzar la almohada.
Se siente culpable y no sabe de qué. Ni por qué.
De forma abrupta vuelven los recuerdos. El hilo se estira, se enreda, se tensa y se desenrolla de pronto, descubriendo toda la escena.
- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que así no tenemos futuro? Ella siempre se interpondrá entre nosotros… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo… ¿Te has vuelto loca?

Alguien se mueve a su espalda con sigilo. Una mujer con el pelo largo color fuego que desciende en cascada como la lava de un volcán sobre unos escuálidos hombros.  Un estallido atronador resuena al lado de su cabeza.
Su marido se tambalea.
Una mancha roja del tamaño de un botón brota de su pecho. El bate de beisbol cae al suelo, inerte. Lo hace dejando un sonido a madera tensa que rebota y se multiplica entre el eco del estruendo.
Sus rodillas se doblan y, la mira por última vez con los ojos en blanco. Por unos segundos, queda colocado de forma que parece suplicarle algo.
Pero no lo hace.
La mancha escarlata se extiende lentamente sobre la camisa, como si se hubiese derramado sobre ella una copa de vino.
El mundo deja de girar y el cuerpo del hombre cae hacia delante impactando su cabeza contra el suelo. El seco chasquido que se escucha pertenece a un hueso partido.
De repente, una nueva detonación surca la casa. Otro fogonazo, una sacudida y un calor abrasador cruza el pecho femenino.
La silueta con pelo de fuego se voltea y se aleja por el pasillo perseguida por el viento.
Tal vez no fue ese el orden de los acontecimientos, ella ahora no lo retiene con claridad. Tampoco le importa.
- Tenemos que hablar… - sabe que dijo alguien.

El eco sordo de las palabras se pierde entre otras resonancias extrañas que la asaltan. En ese inmenso túnel de oscuridad surge de pronto un sonido aún más fuerte que va ganando protagonismo ante la reminiscencia, hasta ahogarla en lo más profundo de su cabeza.
La máquina situada al lado de su cama grita…
“Beeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeep”

El hilo se rompe definitivamente.
Luego… luego llegó la oscuridad.

L.J. Pruneda

miércoles, 23 de octubre de 2019

“El nombre de mi almohada”







Soledad, ella es mi compañía.

Con el desaliento colgado en los ojos, me encojo de hombros. Esa es la palabra que define quien soy, cómo me siento.
Sola.

No, no me atrevo a comentar esta inexplicable sensación con nadie…
¿Cómo explicar que me siento así y a la vez estoy rodeada de tanta gente?”
¿Cómo explicar, que es mi cuerpo lo que ven y que mi alma transita escondida dentro de una hermética coraza que puja por cuartearse?
¡No, no, no!... nadie me creerá.

Le observo, solo es una persona que pasa por ahí, una sombra más de mi entorno qué rehúye mi mirada.
Intento olvidarme de él.
Camino, evitando tropezar con la gente. Decenas de personas me saludan a diario. Dicen que soy uno de esos seres humanos a los que llaman “triunfadores”
¿Triunfadora? ¿Yo? Desconocen que, cada noche, cuando avanzo cansada en busca de mi cama, me siento vacía. Sola.
Sí, sola.
Camino con los ojos cerrados en la oscuridad, solo ahí, en medio de lo invisible, encuentro refugio para mi espíritu.

Enarco las cejas y lanzo un chirriante suspiro.
Necesito comunicarme. Saber que soy significativa para alguien.
Sí, importante. Eso no puede ser malo, ¿verdad?
No quiero que sonrían al personaje. Deseo que busquen el corazón de mi persona. Mi alma, mi espíritu, mi esencia… eso que soy, en lo que me he convertido, no a mi aspecto, a mis ropajes… a quien represento ser.
Deseo tener alguien a mi lado, alguien que desee alimentarme cuando mi mente sienta hambre, cuando mis sueños estén muertos, cuando mis ojos abiertos no ven la luz. Deseo alguien que, cuando la angustia visite mi alma, esté ahí conmigo entregándome su protección. No, no quiero ocultar mis momentos de tristeza. Quiero, que cuando una lágrima inerte recorra mi cara, alguien se dé cuenta de que solo soy un ser humano más, y con ternura acaricie la estela de sal y cubre mi desánimo con un abrazo protector. Sí, un abrazo de esos tan dulce e intenso, como el que se regala a un ser querido un instante antes de la despedida.
 
Tú… sí tú. Tú que estás ahí frente a la pantalla, inmóvil, mirándome… ¿Alguna vez has sentido el peso de la soledad? ¿Alguna vez has percibido su aroma? ¿Alguna vez has escuchado el repiqueteo del nudillo de sus dedos sobre el vacío que alberga tu pecho?
Sí, estoy segura que sabes a lo que me refiero. Ese instante que conoces tan bien, ese momento donde la tristeza inunda tu sentir, tu alma, tus pensamientos, y amordaza el cuerpo inmovilizándolo… y, poco a poco, se apodera de tu propia alegría. Ese minuto inacabable cuando dejas ver la sonrisa en tu cara, pero ocultas el desierto que llena tu corazón. Justo ese intervalo cuando deseas ser un texto abierto donde todos puedan leer tus debilidades y, sin embargo, sin darte cuenta, cierras las tapas del cuaderno con un candado invisible y… dejas el libro ahí, cerrado, hermético, lacrado, como si de un diario escrito por un adolescente se tratara.

Llegas a casa, sonríes.
Te sonríen.
Todo está bien.
Solo ven tu cuerpo, el envoltorio de tus acciones y pensamientos. No saben, no pueden, ni quieren ver más. No sabes bien cuál es el motivo, pero nadie llega a tu mundo interior. Y quieres que lleguen a ti, pero… pero no ayudas, no les indicas el camino.
Y un día más, cae la noche, y con el pecho congestionado por la angustia, te sientes realmente sola, totalmente solo.
                                      
Sola contigo misma.
Solo con tus ideas.
Sola con tus ilusiones.
Solo con tus frustraciones.
Sola.
Solo.

Piensas…
¿Esto es normal?
¿Lo vive así todo el mundo?

Dejo de pensar en ti, ahora pensaré solamente en mí.
¿Es egoísmo o simplemente supervivencia?
Me da igual. No me preocupa la respuesta. Ni me interesa.

Me cruzo en la escalera con mi vecino. Lo miro detenidamente, parece feliz…
¿Cómo la hace?
Se le ve lleno, pleno y sociable. No… no parece estar solo.

Al llegar al trabajo observo a mi compañera de mesa. Lleva años sentada tras ese escritorio frente a mí y me doy cuenta de que no me conoce. En realidad, yo tampoco la conozco.
Sonríe con naturalidad. Creo que es feliz…
¿Qué pensará de mí?
¿Se dará cuenta del monólogo que se debate en mi interior?

La angustia llena mi pecho, pero ante su saludo sonrío con educación. Siempre lo hago, porque no deseo que perciba cómo me siento. No quiero que pueda leer en mi cuerpo y ver el desamparado reflejado en mis pupilas. Solo pensarlo me aterra y me enmudece.

¿Estas sensacionesserán el precio de hacerse mayor? ¿de envejecer?
Me encojo de hombros para quitarle importancia.
Ya no juego con mis hijos, ellos han sobrepasado la adolescencia, siento que ya no me necesitan. Mi marido tiene su círculo de amigos, con ellos pasa las horas y, aparentemente se le ve feliz … ¿Qué pensamientos albergará su cabeza? ¿Qué sentirá en sus momentos de silencio? ¿Pensará como yo?

Lo miro a los ojos, con ellos lanzo un amargo grito a mi desierto. Pero..., mi boca guarda un cruel mutismo. Él mira mis pupilas dilatadas por la ansiedad, pero no puede ver más allá de mi piel, no percibe lo que habita en mi interior. No es capaz de escuchar los gritos de mi silencio.

Mañana comenzará un nuevo día. Al despertar, la compañía de la nostalgia cabalgará una jornada más sobre mis hombros. Querré que alguien se convierta en mi héroe o heroína salvadora y me rescate de las afiladas garras del aislamiento. A medida que pasen las horas, iré perdiendo la esperanza… y al llegar la noche, al acostarme, un día más me sentiré igualmente vacía.

Dormiré abrazada a la almohada. Sí, a ese objeto inerte que cada noche me arropa y que en mi interior he bautizado con ironía con el nombre de… Soledad.

                                                                          

                                        L.J. Pruneda