Nuestra
mente siempre parece estar preparada para generar mecanismos de defensa con los
que protegernos ante aquello que intuimos puede acabar dañando lo más profundo
de nuestro ser.
- Tenemos que hablar…– Escuchó decir a su marido
en un tono sereno, lento pero
firme y frío.
Esas
son las últimas palabras que, en este momento, su mente es capaz de recordar.
Cierra
los ojos. No sabe por qué se lo ha dicho, pero siente que es una expresión inquietantemente
dura, seca, incluso con una connotación negativa. Una burbuja de ansiedad crece
en su pecho. Sabe que detrás de estas palabras siempre viene un posible
tropiezo, una contrariedad, una decepción. En su fuero interno esas palabras no
presagian nada bueno.
Ahora,
con la mirada perdida sobre el techo y acostada sobre las sábanas en la soledad
de aquella cama desconocida, solo atesora la compañía de un inmenso dolor de
cabeza. Aprieta los párpados repetidas veces intentando recordar. Una maraña
confusa de pensamientos inconexos se entrecruza en su memoria, tal vez la sabia
naturaleza está intentando protegerla de un mayor dolor.
- Tenemos que hablar, esto
no puede ser…
No,
no hay más palabras en su mente. El hilo del diálogo se tensa y se rompe como
la cuerda de un violín. A partir de ahí solo detecta oscuridad; sin embargo, su
mente está confusa, aturdida, se debate entre un ir y venir de desastrosos
augurios, de finales dramáticos, de violencia e incluso de muerte.
Abre
los ojos. Los párpados le pesan un mundo. Solo ve una nebulosa que poco a poco
se aclara hasta revelar el contorno de los objetos que la rodean.Intenta
mover sus piernas… “¿Qué me sucede, qué me pasa?” – Piensa.
Su
cerebro le dice que las rodillas se han plegado, pero sus ojos indican que las
piernas no se han movido ni un ápice de su sitio.
- Tenemos que hablar, esto no
puede ser ¿es que no te das cuenta…?
Pequeños
retazos de la conversación llegan a ella en oleadas que de pronto se
interrumpen de modo abrupto; sin embargo, su mente reconoce perfectamente que
son las palabras que pronunció su marido.
Toma
aire.
Le
cuesta respirar… “Pero… ¿darme cuenta de
qué?
Un
escalofrío electriza toda su piel.
El
sol entra a través de la ventana y se refleja en el blanco inmaculado de la
pared. La luminosidad le ofusca la mirada, casi tanto como lo está su mente. Luz,
demasiada luz hace daño a sus pupilas.
Un
sabor a plátano podrido inunda el cielo de su paladar.
No
quiere pensar.
No
quiere sentir los latidos de su corazón.
No
quiere tener vida.
Escucha…
“Beep – Beep – Beep…”
Es un sonido rítmico que emerge del lado izquierdo de la cama.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿es que no te das cuenta que así no conseguirás nada?...
El
hombre la observa con el gesto serio. Contrariado. En su mano porta un objeto
que ella en su memoria no es capaz de ver.
De
nuevo cierra los ojos en un vano intento de intentar hacer memoria…
“No, no… ¡no puedo!”
Su
mente ha borrado el recuerdo.
Le
duele la cabeza, y aprecia que cuanto más intenta forzar su pensamiento, más
aumenta el dolor. Pero ya no puede parar, está inmersa en un camino de una
única vía: hacia delante.
- Tenemos que hablar, esto
no puede ser ¿Es que no te das cuenta que así no conseguirás nada? Tenemos que
buscar otra solución a esto…
Consigue
verlo.
Está
situado ante ella.
Porta
en la mano un gran bate de beisbol, lo esgrime como quien intenta protegerse de
algo.
Su
mirada es dura, penetrante.
Una
especie de bruma pegajosa envuelve la escena y no le permite ver con claridad todo
el contorno.
“Beep – Beep – Beep…”
El
sonido rítmico sigue a su lado. Gira la cabeza, o al menos eso cree. Percibe
que algo no puede ir bien, sus ojos siguen mirando hacia el techo…
“Qué… ¿Qué me ocurre?”
Su
instinto le indica que ha vuelto a virar la cabeza. La mirada sigue fija sobre
la bóveda situada sobre su cama.
Levanta
su mano derecha y la traslada ante sus ojos. Pero no la ve… “¿Por qué? – Se pregunta sintiendo cada
vez una más profunda inquietud.
Vuelve
otra oleada de palabras a su cabeza que resuenan como la narración en off de
una película.- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que con esa actitud no conseguirás nada? Tenemos que buscar otra solución a esto… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo…
Una
lágrima rebosante de agotamiento se asoma al balcón de sus ojos.
Esta
es salada.
Es
dulce. Es sombría.
Se desliza lentamente recorriendo su mejilla, como una gota de miel, hasta alcanzar la almohada.
Se siente culpable y no sabe de qué. Ni por qué.
De forma abrupta vuelven los recuerdos. El hilo se estira, se enreda, se tensa y se desenrolla de pronto, descubriendo toda la escena.
- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que así no tenemos futuro? Ella siempre se interpondrá entre nosotros… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo… ¿Te has vuelto loca?
Alguien
se mueve a su espalda con sigilo. Una mujer con el pelo largo color fuego que
desciende en cascada como la lava de un volcán sobre unos escuálidos hombros. Un estallido atronador resuena al lado de su
cabeza.
Su
marido se tambalea. Una mancha roja del tamaño de un botón brota de su pecho. El bate de beisbol cae al suelo, inerte. Lo hace dejando un sonido a madera tensa que rebota y se multiplica entre el eco del estruendo.
Sus rodillas se doblan y, la mira por última vez con los ojos en blanco. Por unos segundos, queda colocado de forma que parece suplicarle algo.
Pero no lo hace.
La mancha escarlata se extiende lentamente sobre la camisa, como si se hubiese derramado sobre ella una copa de vino.
El mundo deja de girar y el cuerpo del hombre cae hacia delante impactando su cabeza contra el suelo. El seco chasquido que se escucha pertenece a un hueso partido.
De repente, una nueva detonación surca la casa. Otro fogonazo, una sacudida y un calor abrasador cruza el pecho femenino.
La silueta con pelo de fuego se voltea y se aleja por el pasillo perseguida por el viento.
Tal vez no fue ese el orden de los acontecimientos, ella ahora no lo retiene con claridad. Tampoco le importa.
- Tenemos que hablar… - sabe que dijo alguien.
El
eco sordo de las palabras se pierde entre otras resonancias extrañas que la
asaltan. En ese inmenso túnel de oscuridad surge de pronto un sonido aún más
fuerte que va ganando protagonismo ante la reminiscencia, hasta ahogarla en lo
más profundo de su cabeza.
La
máquina situada al lado de su cama grita…“Beeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeep”
El hilo se rompe definitivamente.
Luego… luego llegó la oscuridad.
L.J. Pruneda
No me gustan esas tres palabras.
ResponderEliminarMás que no me gustar debería decir que no me suenan bien. Las suelo asociar a algún problema que se avecina.
Las leo aquí y me sorprende la originalidad en la que vas encadenando la historia a partir de la repetición de esas tres palabras. La narración fluye, la acción continua y esas tres palabras se complementan con otras que dan fuerza al relato.
Las leo aquí y mi imaginación vaga entre ellas, dilucidando quién las ha dicho, por qué las ha dicho, quién se ha quedado en la oscuridad, quién, en un futuro, tendrá la oportunidad de repetir esas tres palabras...
Sí, en este relato me gustan, dan vida a la intriga, a la creatividad, aunque al final se encuentren con la muerte.
"Tenemos que hablar"
ResponderEliminarNunca me han sonado tan sordas estas palabras, hasta leer este relato.
El pitido de la máquina, responde a todo.