martes, 23 de diciembre de 2025

La silla junto a mi cama

 


Parece que fue ayer.
Sí, la verdad es que aún puedo recordarlo perfectamente aquel momento.
Qué ironía: uno cree que el tiempo terminará por ir diluyendo todas las heridas, pero hay recuerdos que no se dejan enterrar y se hacen más hondos cada día.
Hoy hace ocho meses que firmamos el divorcio.
Recuerdo que era invierno. Afuera, el cielo se deshacía en un gris desganado; dentro, nosotros éramos su reflejo. No sé muy bien si fue solo la lluvia o también nuestros corazones lo que terminó por borrarlo todo aquel día.
Tú tenías los labios apretados; no por rabia, sino por cansancio. Te escuché respirar con la misma intensidad de quien intenta mantener en pie una casa que ya no tiene cimientos. Yo firmé sin mirar tus ojos; sabía que si lo hacía, el temblor de mis manos terminaría por delatarme.
No quise llorar.
Sobre la mesa había un vaso con agua. Lo miré durante unos instantes. Una gota descendía despacio, como si también se negara a caer.
Firmamos sin palabras, cada uno escondido tras el reflejo de su propia derrota.
Pensé que aquello era el final. Nuestro final. Que después ya solo quedaría el silencio, los papeles sellados y el eco apagado de nuestras promesas rotas. La realidad es que, ambos estábamos convencidos de que aquel gesto con el bolígrafo sería la última página de nuestra historia.
Qué ingenuos fuimos.
Cómo pudimos llegar a pensar que el amor y los recuerdos se archivan con solo estampar una firma. Aquellos papeles, fríos, llenos de letras y tecnicismos legales fueron incapaces de contener lo que un día habíamos sido: la risa en mitad del caos, el refugio en la tormenta, la ternura que sobrevivía a cualquier reproche.
Sin embargo, la vida es así. Por más que doliera, aquel instante era el reflejo de nuestra realidad. A la salida del juzgado, nuestras miradas se cruzaron un instante y enseguida se perdieron.
La tuya buscó el suelo; la mía, un último beso que nunca llegó.
En aquel breve segundo entendí que el amor no siempre muere; a veces solo se repliega, se protege, se guarda donde ya no alcanza el orgullo.
Y mientras la lluvia nos diluía desdibujando nuestros contornos, pude sentir que algo dentro de nosotros aún seguía vivo, obstinado en quedarse y en no marcharse del todo.
Desde ese momento, cada cual tomó su rumbo.
Tú, con esa valentía que abre puertas y dibuja sonrisas nuevas.
Yo, en cambio, avancé a trompicones, recogiendo pedazos de mi alma en cada esquina, intentando mantener de pie una silueta, en la que ya no era capaz de reconocerme.
Todo muere.
Entre anocheceres rotos y madrugadas tristes descubrí que es mentira eso de que uno se acostumbra al dolor. No… no hay costumbre posible.
El dolor es un parásito astuto que termina por devorarte; cambia de rostro, de voz, de lugar, pero nunca se marcha. A veces se disfraza de rutina, otras de orgullo y, cuando crees que por fin duerme, vuelve a tocarte el hombro con la misma fuerza del primer día.
Sobre ti, me decían que parecías estar bien.
Yo fingía que también.
Pero hay heridas que no sangran hacia fuera, sino hacia dentro y esas son las que uno aprende a ocultar con más esmero.
Lamentos sin futuro.
Melancolía del ayer.
Atrás quedaron las discusiones, como cicatrices mal cerradas.
Atrás quedaron aquellas palabras que nunca debimos pronunciar, afiladas y crueles, lanzadas en mitad de tempestades que tampoco supimos detener.
Y, sobre todo… atrás quedaron los silencios.
Silencios densos, cargados de una calma que nunca fue paz, sino distancia. Palabras que no dijimos por miedo, por cansancio o por orgullo y que, al quedarse sin voz, levantaron muros gruesos, sin almenas. Muros que ningún perdón pudo llegar a escalar.
Aun así, quiero pensar que en esos mismos silencios, en el hueco donde todo se rompió, sigue latiendo el rumor de la ternura, un hilo apenas audible que se niega a morir.
Tal vez, sin saberlo, ambos seguimos escuchando ese rumor.
Muchas veces me pregunto, si solo soy yo quien aún oye tu nombre en la oscuridad.

Un día.
Una semana.
Un mes.
Creí que todo había quedado atrás, sepultado bajo la rutina de los días y el polvo del tiempo. Sin embargo, la vida, caprichosa y brusca, me detuvo en seco.
Una caída tonta.
Qué burla del destino. Cuando crees que es imposible hundirte más, el abismo te sorprende. Lo que empezó siendo una fractura leve acabó destapando un diagnóstico mucho más grave, como si el destino usara mi cuerpo para recordarme sin piedad, la fragilidad que arrastro.
En el hospital se respiraba un olor estéril que me arañaba la garganta; las luces, más que brillar, me observaban. El miedo se pegaba a mi piel con un sudor frío… y fue en ese instante cuando volviste a aparecer.
Te asomaste al umbral y entraste con calma, tu figura derramó una claridad inesperada sobre la habitación más sombría de mi vida.
No traía reproches ni excusas.
Solo una mirada que parecía tenderme un puente de algodón hacia un tiempo menos herido, hacia una ternura que ya creí perdida.
Cuanta entrega.
Llevas cinco noches sin moverte de mi lado. Te acomodas en esa silla dura, vencida por el cansancio, con la chaqueta doblada torpemente como única almohada.
No te quejas.
No exiges.
No reclamas nada.
Simplemente permaneces y en esa presencia silenciosa encuentro más consuelo que en cualquier medicina.
Sé que abandonaste tus clases de danza, ese lugar donde el aire parecía estar a las órdenes de tus movimientos y viniste hasta mí. Allí donde antes había música y público, ahora solo quedaban mis silencios y mis miedos. Pero tu presencia transformó la habitación; cada gesto tuyo era una coreografía distinta, tejida con hilos de ternura.
Desechaste compromisos.
Rutinas.
Hasta ese orgullo que tantas veces nos separó.
Todo lo has dejado a un lado para estar aquí, conmigo, en este cuarto que huele a desinfectante y esperanza, donde cada noche late el milagro discreto de tu compañía. Y yo, que tanto he perdido, descubro que aún me queda lo más inesperado… alguien que pudiendo elegir cualquier lugar, sigue eligiendo quedarse a mi lado.
Ilusión.
Con cautela, te observo sin que te des cuenta y me pregunto si acaso este regreso no es también una nueva oportunidad, una segunda vida que nos regala la existencia. Quizá no para rehacer lo perdido, sino para aprender a habitar lo que aún queda en pie.
Suspiro.
Cierro los ojos.
No quiero sueños que se deshagan al amanecer.
A veces te ruego que te marches, que vayas a descansar en tu propia cama, que te apartes un instante de esta habitación donde el reloj avanza lento y la esperanza tropieza cada mañana con la cruda realidad.
Y tú frunces el ceño.
Niegas con la cabeza y haces ese ademán de fastidio que a mí siempre me pareció tan gracioso. Luego, finges obedecer, como si en verdad te dirigieras a la puerta.
Pero cuando el sueño me vence y despierto de nuevo, te descubro aquí otra vez; con los ojos enrojecidos por el cansancio, el cabello alborotado cayéndote sobre la frente y la mano tendida, rozando suavemente la mía, como un ancla que me ata a la vida.
Cuanta paz.
Ese gesto tan sencillo, me desarma más que cualquier palabra que puedas decir. Siento que es tu manera de insinuar que, aunque un día nos perdimos, ahora no piensas soltarme. Y yo, siento que cada madrugada en la que amaneces junto a mí, es un regalo secreto, una tregua que el destino nos ofrece.
Todo arde.
Y en ese incendio lo entendí.
Mi mente lo captó con esa calma amarga de la revelación que se ha hecho esperar toda una vida… Mientras yo me aferraba a amigos que se borraron en el primer problema y a amores de promesas huecas, tú, la mujer que conoció mis luces y mis sombras, fuiste la única que permaneció a mi lado.
La única que sin pronunciar palabra, cumplió lo que un día juramos en voz alta: estar en la salud y en la enfermedad, en lo fácil y en lo imposible.
No quiero llorar.
Ahora no.
En la fragilidad de tu silencio y en el cansancio luminoso de tus ojos preocupados, hallé una lealtad que me hería de vergüenza, a la vez que me salvaba de una inevitable caída al vacío.
Todo vive.
Aquí estás. Sin exigirme nada.
Sin recordarme mis errores.
Sin lanzarme reproches.
Solo… estás.
Y este permanecer a mi lado, es la prueba más limpia de un amor que yo daba por perdido. Entonces, en mi soledad, me hundo en un silencio que piensa por mí y me hace reflexionar… “Aquí, perdido en mi cama, entre estas paredes blancas y las largas noches que huelen a cansancio y miedo, entendí algo que me costó toda una vida aprender: los nombres no salvan, las promesas tampoco. Lo único que de verdad importa es esta presencia muda que no pregunta ni se va, la que se queda a tu lado y te sostiene con suavidad cuando todo, absolutamente todo, se derrumba.”
Busco una bocanada de aire que calme mis pulmones. Me cuesta respirar… “He aprendido que hay amores que se entregan hasta el fondo y que permanecen incluso tras el naufragio. También me queda la certeza más pura: lo nuestro, aunque herido, realmente vive, aún late.”
Los dígitos de la máquina que mide mi pulso se agitan. Tiendo mi mano al vacío. No puedo respirar…. “Lo que hace valiosa a una persona en tu vida no son sus promesas, sino esa presencia que permanece entre las ruinas y te devuelve la certeza de tener un hogar en su compañía.”
Ella me mira y toma mi mano entre sus dedos. Con ese sencillo gesto, me entrega la ternura que yo no sé pedir con palabras. Cierro los ojos… “Y descubro que pese al orgullo y las cicatrices, nuestro amor sigue en pie, silencioso pero firme, como un faro encendido en la noche. Y puedo comprender que ya no importan los papeles, ni los silencios; solo su mano junto a la mía, el milagro de seguir aquí… juntos”.

Son las 00.15. El hoy se ha convertido en mañana y el mañana es mi final. Ya no puedo respirar… “Quizá la vida nos separó para revelarnos que el amor verdadero no se extingue; solo duerme, hasta volver a encenderse en el instante preciso”.

  

                                                                      Texto e imagen:  L.J. Pruneda


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