La soledad del silencio
La
soledad es un templo en ruinas donde solo suenan los pasos del que lo habita, y
cualquier intento de acceder es detenerse ante un muro sin inscripción. Apenas
nos llegan señales; una palabra, una grieta en la voz, un temblor que se escapa
del cuerpo… y entonces creemos que eso es comprender, cuando en realidad no
hemos hecho más que rozar la superficie de un océano sin fondo.
Ilusos
soñadores.
Una
persona puede decir… “tengo frío” y en esa confesión podemos sentir cómo se abre
la puerta de su fragilidad; puede estremecerse, y en el temblor mostrarnos que
no es solo el cuerpo, sino también el alma la que tiembla. Pero… ¿qué ocurre
con aquella persona que se calla, con quien no tiembla, con quien convierte su
silencio en una armadura que no deja filtrar ni un soplo de luz?
Ahí
llega lo difícil.
Lo indescifrable
nos obliga a contemplar desde fuera, y la contemplación es todo un desierto.
Uno mira, insiste, busca un signo donde aferrarse, y lo que recibe es apenas el
reflejo de su propia mirada. Porque lo hermético puede llegar a convertirse en
un espejo de piedra… cuanto más se le interroga, más silencio devuelve.
Y entonces
llega el desconcierto.
Quizás ese sea el destino de todo encuentro, de toda relación humana: caminar alrededor de la fortaleza invisible del otro, intuyendo puertas que nunca se abrirán. Y lo poco que podemos llegar a descifrar en su interior, lo pintamos con nuestros propios miedos, con la variabilidad de las sombras que arrastramos desde siempre. Porque en el fondo… el misterio del otro es un espejo hondo donde nos vemos multiplicados. Su hermetismo refleja nuestra hambre de sentido, y su silencio… su silencio desnuda el ruido que todos llevamos dentro.
L. J. Pruneda
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