sino dentro del agua que devuelve nuestra propia imagen.
El mito de Narciso pertenece a la mitología griega y fue recogido, entre otros, por Ovidio en su obra Las Metamorfosis.
Narciso era hijo del dios-río Céfiso y de la ninfa Liríope, y su belleza era tan perfecta que despertaba admiración y deseo allá donde iba. Sin embargo, su corazón permanecía cerrado: despreciaba a quienes lo amaban, incapaz de sentir más allá de sí mismo.
Un día, mientras vagaba por el bosque, Narciso se inclinó sobre las aguas de un manantial cristalino para calmar su sed. Fue entonces cuando vio su propio reflejo. Fascinado por aquella imagen, ignoró que se trataba de sí mismo y quedó atrapado por una pasión imposible. Intentó besar el agua, abrazar el rostro que lo miraba, pero cada intento no hacía más que romper el reflejo y multiplicar su deseo.
Consumido por esa obsesión, Narciso se marchitó lentamente junto al manantial. Cuando los dioses se apiadaron de él, su cuerpo desapareció, y en su lugar nació una flor blanca que llevó su nombre: el narciso.
Ovidio no escribió esta historia solo para hablar de vanidad. En realidad, el mito nos recuerda la fragilidad de la conciencia humana. Narciso no muere por amor a sí mismo, sino por no reconocer que el otro y el yo son parte del mismo espejo. En su imagen vio la perfección que anhelaba, pero no supo distinguir entre ilusión y verdad.
El agua del mito nos
devuelve hoy una enseñanza distinta: no hay mayor pérdida que la de quien no se
atreve a mirarse con verdad.
Porque conocerse no es
adorarse, sino reconocer la distancia entre lo que creemos ser y lo que
realmente somos.
Ahí, en ese breve
temblor del reflejo, es donde habita el alma.
L.J.Pruneda