domingo, 9 de enero de 2022

Helena

 



Cuando abrí los ojos, no paraba de sangrar.
Mi cuerpo se tensó. Había ocurrido todo tan deprisa que mi mente era incapaz de procesar la tragedia.
Tomé aire
Necesitaba organizar mis ideas antes de tocar aquel cuerpo que gemía mientras la vida se le escapaba. Hubiese preferido que fuese el mío quien sangrara de aquella manera, pero no, no fue así. Era el de Helena: mi confidente, mi pareja, mi amiga.
- No, no, no… - Negué una y mil veces en mi interior.
 
El cielo de la tarde era color humo y hacía frio. El aire olía a cerezas y a hierba verde recién cortada.
Busqué con la mirada.
Necesitaba un trapo, una toalla, algo que pudieses comprimir contra la piel desgarrada de su vientre y así ayudar a contener la hemorragia. Me quité la sudadera y agaché mi cuerpo apoyando las rodillas en el suelo, aplasté la hierba hasta que sentí las piedras que se clavaban dolorosamente en mi piel.
-  Aguanta, por favor cariño, pronto llegará un médico – Mentí.
 
Ella no alteró ni un músculo de su cara, tampoco movió los párpados. Sus graciosas pecas, siempre frescas, se mantuvieron inanimadas. La mirada era gris, extraviada, con los ojos llenos de fracaso. Todo ello no ayudó a hacerme sentir una serenidad que necesitaba. Yo, ya sabía que Helena estaba agonizando.
- Por favor, mi niña… ¡no! Ven, baila, baila conmigo sintiendo la humedad de la tierra, como a ti te gusta – Susurré intentando que su alma se quedara a mi lado.
 
Gruesas gotas de un sudor frío se acumularon en mi frente. El silencio era tan profundo que hacía daño a los oídos. Intenté recordar las instrucciones de aquel curso de socorrismo que impartieron en el instituto… “Comprime la herida para evitar que salga la sangre. Aunque percibas que no está consciente háblale para darle tranquilidad. Si hay salida de la masa intestinal, no intentes recolocar. Elévale las piernas sin dejar de comprimir”.
 
Que fácil fue efectuar las prácticas con aquel muñeco. Nada que ver con esta realidad: El cuerpo inerte de mi pareja, el olor ocre de su sangre, la sensación de inseguridad invadiendo mis sentidos hasta dejarme aturdido. La realidad giró sobre mí mismo dejándome sumido en un mareo que a punto estuvo de hacerme vomitar.
Realicé paso a paso todo lo que recordaba: Tomé el pulso en la carótida, este era muy débil. Comprobé que respiraba. No podía ponerla en posición lateral de seguridad ya que temía que la hemorragia aún se hiciese más fuerte.
Sentí la profunda necesidad de coger el móvil y pedir ayuda. Hablar con alguien, el 112 era una opción.
Un destello, una chispa, un pensamiento llega a mi mente: PAS
-          ¿Qué significaban aquellas siglas?
 
Contuve el aliento, esperando. Entrecerré los ojos para intentar recordar: PAS… Proteger, Avisar, Socorrer.
Creí sentir un murmullo a mi espalda.
No me giré.
Decidí ignorarlo.
- Helena estoy a tu lado, yo te protejo. No te vayas. Pronto recibiremos ayuda – Volví a mentir, sabía que la ayuda no llegaría nunca.
 
La sangre empapaba mis manos y se deslizaba lentamente por el costado de su cuerpo hasta ser tragada por la tierra reseca donde descansaba su espalda.
Gotas de lluvia comenzaron a caer de repente, pero no fue una gota y otra después, no: todas las gotas cayeron del cielo oscuro al mismo tiempo con un estruendo ensordecedor.
Furioso, miré hacia arriba.
- ¿No solo no me ayudas, sino que aún me pones más complicaciones? – Recriminé no sé muy bien a quien.
 
En ese instante mi mundo se resquebrajó, me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña. Rompí a llorar mientras la abrazaba.
-  No, no, no… no me dejes Helena. Si te vas no sabré seguir sin ti. Has sido todo en mi vida. No, no, no… ¡por favor! Te necesito. Esto tiene que ser un sueño, una maldita pesadilla, noooo… - Su cuerpo se había quedado exánime, y sus músculos parecían confeccionados con trazos de algodón. Comencé a temblar mientras me castañeaban los dientes. Me sentía a merced de las circunstancias, como un corcho a la deriva en el mar - La gente se va de mi lado, lo sé. Sobre todo, siempre me abandonan a mí – La acaricié con ternura. Mis dedos se quedaron llenos de pena. Me temblaba la mano cuando agarré el cuchillo, decidí no desenterrarlo de su cuerpo.
 
Un relámpago cruzó ante mis ojos y un trueno estrepitoso estremeció mi cuerpo. Fue el momento, la señal de que ella se iba. Su cuerpo se relajó en mis brazos y sentí como su alma se volatilizaba en el aire, sus párpados descendieron dejando velada aquella mirada gris.
Me acerqué lo suficiente como para poder susurrarle o besarla, pero no hice ninguna de las dos cosas.
Entonces una voz dictatorial, profunda y varonil, gritó a mi espalda.
-          ¡Corten, corten!
 
Una serie de aplausos inundaron la escena y una docena de focos iluminaron el lugar.
-  Bravo ¡braavooo!
 
El director se acercó a mi sonriente y me propinó tres palmadas en la espalda.
-          Has estado soberbio, genial. Nos has emocionado a todos.
-          Gracias – susurré con el aire contenido en mis pulmones.
-          Ya está… ¡Qué alguien ayude a levantarse a Helena!
 
Me alejé dando la espalda a todo. A todos. Sentía que el mundo se hundía bajo mis pies. Huellas ensangrentadas me perseguían. De pronto me sentía muy sucio, porque la verdad que ocultaba era un arma demasiado afilada como para esgrimirla en aquel instante. Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma y el mío era saber que Helena nunca más volvería a levantarse, si ella aun estuviera viva mi representación no habría sido tan real, nadie mi habría felicitado. Tal y como si no muriéramos no apreciaríamos la vida como lo hacemos, porque la vida de los muertos consiste en hallarse presentes en el espíritu de los vivos.
Escuché voces y gritos.
-  Qué alguien llame a un médico ¡Rá-pi-do!

En mis labios se dibujó una mueca. No estoy seguro, pero creo que fue una sonrisa aderezada con el sabor salado de las lágrimas atascado en mi garganta.
Cerré los ojos, ella había parado de sangrar.


                                                                              L.J. Pruneda

sábado, 25 de diciembre de 2021



MUJER AMAPOLA

(Mientras lees este relato escucha el enlace de la canción: Amapola de Ennio Morricone)

 

A veces, solo a veces, siento que el aire me envuelve, se cuela entre mis dedos y entonces: El tiempo se detiene, el cielo se ilumina y mi mente proyecta todos mis sueños hacia ti.
Hoy es uno de esos días y puedo ver en tus ojos reflejados los campos de trigo de Castilla que hacen que me olvide quien fui.
Susurro.
       - Eres mi Amapola.

Sorprendida, sonríes con la inocencia del amor colgando de tus pestañas.
Envuelvo tu cuerpo entre mis brazos y enamorado de tu salvaje, pero siempre sutil belleza, navego con mis labios tras el lóbulo de tu oreja antes de volver a murmurar dulcemente.
   - Sí, siempre serás mi Amapola.

Confiada, cierras los ojos y rodeas mi cuerpo con el dulce manto de tus brazos y, sin tú saberlo, con ese gesto me salvas del frío de la noche que, desde hace tiempo, reina en las vastas acequias de mi alma.
Dejo mi mente volar y me refugio en el recuerdo de aquel instante mágico donde te conocí.
Yo era desierto.
Tú fuiste lluvia.
Reconozco que me gusta revivir ese momento de mi vida, porque cuando lo hago, siento que se pone el sol, me convierto en pluma, en agua y en viento. Desde ese día, a tu lado, conseguí soñar con libertad, esperanzas e ilusiones.

¿Recuerdas?
Aquella mañana te encontrabas rodeada de gente y, sin embargo, estabas sola. El viento mecía tu pelo. Te percibí frágil como ese pétalo que llora al amor. Intuí en ti la delicadeza de lo sublime y la fuerza de la pasión.
Sonreíste y los nubarrones de mi pasado desaparecieron.
Pestañeé repetidas veces, como alguien que acaba de despertarse de un coma y encuentra el mundo totalmente cambiado y sin saber por qué, en aquel instante, una canción comenzó a navegar por mi mente.
 
Amapola, lindísima Amapola
Será siempre mi alma, tuya sola
Yo te quiero, amada niña mía
Igual que ama la flor la luz del día
 

Eres mi amapola.
Esa flor roja, salvaje y delicada que es capaz de crecer al lado de la carretera. Al igual que ella, siempre te muestras frágil, sensual y bella. Cuando me entregas tus noches de pasión desenfrenada, te conviertes en ese cometa que alumbra todo mi cielo. Entonces y solo entonces, la tierra tiembla y me envuelves en una colección de juegos, donde sé que, si pierdo, siempre vuelvo a ganar.
 
Sí, mi amor. Eres amapola envuelta en ese mar de niebla en el que me he convertido y, con tu luz purpurea consigues ahuyentar la adversidad y te conviertes en todo un símbolo de esperanza y consuelo.


Amapola, Amapola
¿Cómo puedes tú vivir tan sola?
Yo te quiero, amada niña mía
Igual que ama la flor la luz del día
 

¡Ay loca, loca, loca!
Cuando ríes así es inevitable acompañarte en tu felicidad. Tienes la mente pura y la alegría te sigue como una sombra que nunca se va.
Mi amor, como dice la estrofa de la canción: Te quiero, amada niña mía. Y con ese sentimiento te conviertes en un símbolo de vida, riqueza y descanso. A tu lado he descubierto que la armonía del alma puede cambiar con la misma ligereza que lo hace un mundo en guerra.
Estoy temblando.
Tu presencia me hace vibrar.
Cierras la puerta de nuestro dormitorio.
Te reclinas sobre la cama.
Te abrazas a tu oso de peluche rosa.
Sonríes.
Afuera el sol comienza a ponerse y tiñe las ventanas de sombras.
Hoy tampoco habrá luna.
Se escucha el rumor sordo de dos ríos que se encuentran. De ríos que se encuentran y se funden.
Suspiros.
Jadeos.
Susurros.
Alrededor de nuestra cama quedan restos de bombas sin explotar, trincheras, señales de metralla. Huellas de una batalla de pasión que solo tú y yo podemos recrear.

Amapola.
Eres mi mujer amapola.


L.J. Pruneda

 



 



sábado, 11 de diciembre de 2021

MIENTRAS LOS MALVISES CANTAN

                   


Sueños blancos.
Mar en calma.
Nubes de algodón.
Trinos que iluminan mi alma.
Me adentro por el camino de la nada y me doy cuenta de que algo ha cambiado.
¿A que huele este sitio?
El ambiente tiene el aroma del tiempo pasado.
¿Qué ocurre?
Los pájaros ya no cantan, la luz de la luna ha dejado de iluminar la noche.
Te busco y no estás.
En realidad, estás, pero no te encuentro.
Avanzo en la oscuridad hasta perderme en el memorial de mí mismo. El silencio es tan profundo que hace daño a los oídos. No soporto la idea de que el universo tenga que destruirse cada vez que percibo tu ausencia.
Cierro los ojos.
Emprendo un viaje errático hacia el mar de lo imposible. El peso de la culpa pasa sobre mi alma, viene y va con la misma fuerza que el dios Neptuno hace estrellar las olas contra los arrecifes del acantilado.
Eclipse y luz.
Destierro.
Quedo envuelto en la metamorfosis de lo imposible.
¿Estoy dormido, estoy despierto?
Miro mis manos y descubro que mis dedos están muertos de pena. Clavo la vista en el techo para intentar recuperar la calma. Respiro profundo.

Nubes de tormenta.
Mar embravecido.
Sueños que mutan en pesadillas.
¿Cómo pudo suceder?
¿Qué ha hecho girar la ruleta del destino?
Siento que mi cuerpo puede volar. Se eleva y permito que emprenda un viaje de ida hacia la ausencia.
Voy en tu busca. Temo tropezar con tu indiferencia.
Me agito con la desesperación colgada del balcón de mi alma. Me giro hacia la pared para ocultar mis lágrimas que resbalan sobre mi piel de ébano, y me quedo así durante varios minutos. Hay veces que el vivir se convierte en un acto de valentía.
Suena el despertador. Te miro. Estás a mi lado. Dejo de contener la respiración con un suspiro de alivio y me recuesto sobre la almohada. Al perderme en tus ojos descubro el universo del amor, también los secretos compartidos, las promesas hechas y cumplidas, los sueños que nos unen con la fuerza de la sangre. Las palabras Te quiero me queman por dentro, desesperadas por ser pronunciadas en voz alta.
Me miras. Tus ojos son de un gris avellana que me recuerdan la niebla de un bosque frondoso.
Sonríes.
Mi mundo también lo hace. El aire huele a cerezas e ilusión. Me acerco lo suficiente como para poder susurrarte o besarte, pero no hago ninguna de las dos cosas.

Calma en mis sueños.
Nubes blancas.
Mar de algodón.
Te abrazo hasta que acaricio la realidad. Me besas con tal ternura que siento ganas de llorar.
Mi corazón te mira. Las pesadillas se alejan. Mis anhelos resplandecen.
Me adentro en el camino de la ilusión. El momento tiene el aroma del presente y la vida por descubrir.
Los malvises de nuevo llenan nuestra casa con sus trinos.


                                                                                        L.J. Pruneda
 


martes, 28 de julio de 2020

El pozo de los miedos de Johanny de Jesús


Me asomé al pozo de los miedos
para ver sus caras entre sus aguas,
sobre el pretil puse mis manos frías.
  Grité : "Salid---habitantes de los abismos"
Y emergió siniestra la cara de un miedo
era la ira y me gritó:"Porque despiertas
el rostro que hace fuerte tus torpezas,
tú ajedrez domino y al amor derribo."
Sacudió con frenesí las aguas verdes
y las tornó turbias en color rojo
parecía sangre fluir de sus ojos
el color grana de almas dementes.
Dudaba...ya no quería ver sus caras,
y vi de pronto el mentón del Fracaso,
me miró atento y exclamó con sarcasmo:
"Soy el perverso que tuerce las ganas"
Tomé fuerzas..y exclamé con valor:
"Tu cara perversa esclaviza los sueños
y haces polvo los deseos sinceros."
No vi más su rostro..se fue con rencor.
Un viento del pozo..me hizo temblar
gélido gregario del mar de Troya
maquillaba la Soledad soberana
de un Ulises alejado del mar.
Con la tapa negra de mi valentía
cerré con fuerza el abismo oscuro
ahogando la burla que subía al muro.
  Payasos saltones vienen.. en la lejanía

Los amorosos de Jaime Sabines


Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Tenemos que hablar








Nuestra mente siempre parece estar preparada para generar mecanismos de defensa con los que protegernos ante aquello que intuimos puede acabar dañando lo más profundo de nuestro ser.
- Tenemos que hablar…– Escuchó decir a su marido en un tono sereno, lento pero firme y frío.

Esas son las últimas palabras que, en este momento, su mente es capaz de recordar.
Cierra los ojos. No sabe por qué se lo ha dicho, pero siente que es una expresión inquietantemente dura, seca, incluso con una connotación negativa. Una burbuja de ansiedad crece en su pecho. Sabe que detrás de estas palabras siempre viene un posible tropiezo, una contrariedad, una decepción. En su fuero interno esas palabras no presagian nada bueno.
Ahora, con la mirada perdida sobre el techo y acostada sobre las sábanas en la soledad de aquella cama desconocida, solo atesora la compañía de un inmenso dolor de cabeza. Aprieta los párpados repetidas veces intentando recordar. Una maraña confusa de pensamientos inconexos se entrecruza en su memoria, tal vez la sabia naturaleza está intentando protegerla de un mayor dolor.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser…

No, no hay más palabras en su mente. El hilo del diálogo se tensa y se rompe como la cuerda de un violín. A partir de ahí solo detecta oscuridad; sin embargo, su mente está confusa, aturdida, se debate entre un ir y venir de desastrosos augurios, de finales dramáticos, de violencia e incluso de muerte.

Abre los ojos. Los párpados le pesan un mundo. Solo ve una nebulosa que poco a poco se aclara hasta revelar el contorno de los objetos que la rodean.Intenta mover sus piernas…  “¿Qué me sucede, qué me pasa?” – Piensa.

Su cerebro le dice que las rodillas se han plegado, pero sus ojos indican que las piernas no se han movido ni un ápice de su sitio.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿es que no te das cuenta…?

Pequeños retazos de la conversación llegan a ella en oleadas que de pronto se interrumpen de modo abrupto; sin embargo, su mente reconoce perfectamente que son las palabras que pronunció su marido.
Toma aire.
Le cuesta respirar… “Pero… ¿darme cuenta de qué?

Un escalofrío electriza toda su piel.
El sol entra a través de la ventana y se refleja en el blanco inmaculado de la pared. La luminosidad le ofusca la mirada, casi tanto como lo está su mente. Luz, demasiada luz hace daño a sus pupilas.
Un sabor a plátano podrido inunda el cielo de su paladar.
No quiere pensar.
No quiere sentir los latidos de su corazón.
No quiere tener vida.
Escucha…
“Beep – Beep – Beep…”  


Es un sonido rítmico que emerge del lado izquierdo de la cama.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿es que no te das cuenta que así no conseguirás nada?...

El hombre la observa con el gesto serio. Contrariado. En su mano porta un objeto que ella en su memoria no es capaz de ver.
De nuevo cierra los ojos en un vano intento de intentar hacer memoria…
“No, no… ¡no puedo!”

Su mente ha borrado el recuerdo.
Le duele la cabeza, y aprecia que cuanto más intenta forzar su pensamiento, más aumenta el dolor. Pero ya no puede parar, está inmersa en un camino de una única vía: hacia delante.
- Tenemos que hablar, esto no puede ser ¿Es que no te das cuenta que así no conseguirás nada? Tenemos que buscar otra solución a esto…

Consigue verlo.
Está situado ante ella.
Porta en la mano un gran bate de beisbol, lo esgrime como quien intenta protegerse de algo.
Su mirada es dura, penetrante.
Una especie de bruma pegajosa envuelve la escena y no le permite ver con claridad todo el contorno.
“Beep – Beep – Beep…” 

El sonido rítmico sigue a su lado. Gira la cabeza, o al menos eso cree. Percibe que algo no puede ir bien, sus ojos siguen mirando hacia el techo…
“Qué… ¿Qué me ocurre?”

Su instinto le indica que ha vuelto a virar la cabeza. La mirada sigue fija sobre la bóveda situada sobre su cama.
Levanta su mano derecha y la traslada ante sus ojos. Pero no la ve… “¿Por qué? – Se pregunta sintiendo cada vez una más profunda inquietud.
Vuelve otra oleada de palabras a su cabeza que resuenan como la narración en off de una película.
- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que con esa actitud no conseguirás nada? Tenemos que buscar otra solución a esto… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo…

Una lágrima rebosante de agotamiento se asoma al balcón de sus ojos.
Esta es salada.
Es dulce.
Es sombría.
Se desliza lentamente recorriendo su mejilla, como una gota de miel, hasta alcanzar la almohada.
Se siente culpable y no sabe de qué. Ni por qué.
De forma abrupta vuelven los recuerdos. El hilo se estira, se enreda, se tensa y se desenrolla de pronto, descubriendo toda la escena.
- Tenemos que hablar, esto no puede seguir así ¿Es que no te das cuenta que así no tenemos futuro? Ella siempre se interpondrá entre nosotros… ¿Qué haces? ¡Quieta! Noooo… ¿Te has vuelto loca?

Alguien se mueve a su espalda con sigilo. Una mujer con el pelo largo color fuego que desciende en cascada como la lava de un volcán sobre unos escuálidos hombros.  Un estallido atronador resuena al lado de su cabeza.
Su marido se tambalea.
Una mancha roja del tamaño de un botón brota de su pecho. El bate de beisbol cae al suelo, inerte. Lo hace dejando un sonido a madera tensa que rebota y se multiplica entre el eco del estruendo.
Sus rodillas se doblan y, la mira por última vez con los ojos en blanco. Por unos segundos, queda colocado de forma que parece suplicarle algo.
Pero no lo hace.
La mancha escarlata se extiende lentamente sobre la camisa, como si se hubiese derramado sobre ella una copa de vino.
El mundo deja de girar y el cuerpo del hombre cae hacia delante impactando su cabeza contra el suelo. El seco chasquido que se escucha pertenece a un hueso partido.
De repente, una nueva detonación surca la casa. Otro fogonazo, una sacudida y un calor abrasador cruza el pecho femenino.
La silueta con pelo de fuego se voltea y se aleja por el pasillo perseguida por el viento.
Tal vez no fue ese el orden de los acontecimientos, ella ahora no lo retiene con claridad. Tampoco le importa.
- Tenemos que hablar… - sabe que dijo alguien.

El eco sordo de las palabras se pierde entre otras resonancias extrañas que la asaltan. En ese inmenso túnel de oscuridad surge de pronto un sonido aún más fuerte que va ganando protagonismo ante la reminiscencia, hasta ahogarla en lo más profundo de su cabeza.
La máquina situada al lado de su cama grita…
“Beeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeep”

El hilo se rompe definitivamente.
Luego… luego llegó la oscuridad.

L.J. Pruneda

miércoles, 23 de octubre de 2019

“El nombre de mi almohada”







Soledad, ella es mi compañía.

Con el desaliento colgado en los ojos, me encojo de hombros. Esa es la palabra que define quien soy, cómo me siento.
Sola.

No, no me atrevo a comentar esta inexplicable sensación con nadie…
¿Cómo explicar que me siento así y a la vez estoy rodeada de tanta gente?”
¿Cómo explicar, que es mi cuerpo lo que ven y que mi alma transita escondida dentro de una hermética coraza que puja por cuartearse?
¡No, no, no!... nadie me creerá.

Le observo, solo es una persona que pasa por ahí, una sombra más de mi entorno qué rehúye mi mirada.
Intento olvidarme de él.
Camino, evitando tropezar con la gente. Decenas de personas me saludan a diario. Dicen que soy uno de esos seres humanos a los que llaman “triunfadores”
¿Triunfadora? ¿Yo? Desconocen que, cada noche, cuando avanzo cansada en busca de mi cama, me siento vacía. Sola.
Sí, sola.
Camino con los ojos cerrados en la oscuridad, solo ahí, en medio de lo invisible, encuentro refugio para mi espíritu.

Enarco las cejas y lanzo un chirriante suspiro.
Necesito comunicarme. Saber que soy significativa para alguien.
Sí, importante. Eso no puede ser malo, ¿verdad?
No quiero que sonrían al personaje. Deseo que busquen el corazón de mi persona. Mi alma, mi espíritu, mi esencia… eso que soy, en lo que me he convertido, no a mi aspecto, a mis ropajes… a quien represento ser.
Deseo tener alguien a mi lado, alguien que desee alimentarme cuando mi mente sienta hambre, cuando mis sueños estén muertos, cuando mis ojos abiertos no ven la luz. Deseo alguien que, cuando la angustia visite mi alma, esté ahí conmigo entregándome su protección. No, no quiero ocultar mis momentos de tristeza. Quiero, que cuando una lágrima inerte recorra mi cara, alguien se dé cuenta de que solo soy un ser humano más, y con ternura acaricie la estela de sal y cubre mi desánimo con un abrazo protector. Sí, un abrazo de esos tan dulce e intenso, como el que se regala a un ser querido un instante antes de la despedida.
 
Tú… sí tú. Tú que estás ahí frente a la pantalla, inmóvil, mirándome… ¿Alguna vez has sentido el peso de la soledad? ¿Alguna vez has percibido su aroma? ¿Alguna vez has escuchado el repiqueteo del nudillo de sus dedos sobre el vacío que alberga tu pecho?
Sí, estoy segura que sabes a lo que me refiero. Ese instante que conoces tan bien, ese momento donde la tristeza inunda tu sentir, tu alma, tus pensamientos, y amordaza el cuerpo inmovilizándolo… y, poco a poco, se apodera de tu propia alegría. Ese minuto inacabable cuando dejas ver la sonrisa en tu cara, pero ocultas el desierto que llena tu corazón. Justo ese intervalo cuando deseas ser un texto abierto donde todos puedan leer tus debilidades y, sin embargo, sin darte cuenta, cierras las tapas del cuaderno con un candado invisible y… dejas el libro ahí, cerrado, hermético, lacrado, como si de un diario escrito por un adolescente se tratara.

Llegas a casa, sonríes.
Te sonríen.
Todo está bien.
Solo ven tu cuerpo, el envoltorio de tus acciones y pensamientos. No saben, no pueden, ni quieren ver más. No sabes bien cuál es el motivo, pero nadie llega a tu mundo interior. Y quieres que lleguen a ti, pero… pero no ayudas, no les indicas el camino.
Y un día más, cae la noche, y con el pecho congestionado por la angustia, te sientes realmente sola, totalmente solo.
                                      
Sola contigo misma.
Solo con tus ideas.
Sola con tus ilusiones.
Solo con tus frustraciones.
Sola.
Solo.

Piensas…
¿Esto es normal?
¿Lo vive así todo el mundo?

Dejo de pensar en ti, ahora pensaré solamente en mí.
¿Es egoísmo o simplemente supervivencia?
Me da igual. No me preocupa la respuesta. Ni me interesa.

Me cruzo en la escalera con mi vecino. Lo miro detenidamente, parece feliz…
¿Cómo la hace?
Se le ve lleno, pleno y sociable. No… no parece estar solo.

Al llegar al trabajo observo a mi compañera de mesa. Lleva años sentada tras ese escritorio frente a mí y me doy cuenta de que no me conoce. En realidad, yo tampoco la conozco.
Sonríe con naturalidad. Creo que es feliz…
¿Qué pensará de mí?
¿Se dará cuenta del monólogo que se debate en mi interior?

La angustia llena mi pecho, pero ante su saludo sonrío con educación. Siempre lo hago, porque no deseo que perciba cómo me siento. No quiero que pueda leer en mi cuerpo y ver el desamparado reflejado en mis pupilas. Solo pensarlo me aterra y me enmudece.

¿Estas sensacionesserán el precio de hacerse mayor? ¿de envejecer?
Me encojo de hombros para quitarle importancia.
Ya no juego con mis hijos, ellos han sobrepasado la adolescencia, siento que ya no me necesitan. Mi marido tiene su círculo de amigos, con ellos pasa las horas y, aparentemente se le ve feliz … ¿Qué pensamientos albergará su cabeza? ¿Qué sentirá en sus momentos de silencio? ¿Pensará como yo?

Lo miro a los ojos, con ellos lanzo un amargo grito a mi desierto. Pero..., mi boca guarda un cruel mutismo. Él mira mis pupilas dilatadas por la ansiedad, pero no puede ver más allá de mi piel, no percibe lo que habita en mi interior. No es capaz de escuchar los gritos de mi silencio.

Mañana comenzará un nuevo día. Al despertar, la compañía de la nostalgia cabalgará una jornada más sobre mis hombros. Querré que alguien se convierta en mi héroe o heroína salvadora y me rescate de las afiladas garras del aislamiento. A medida que pasen las horas, iré perdiendo la esperanza… y al llegar la noche, al acostarme, un día más me sentiré igualmente vacía.

Dormiré abrazada a la almohada. Sí, a ese objeto inerte que cada noche me arropa y que en mi interior he bautizado con ironía con el nombre de… Soledad.

                                                                          

                                        L.J. Pruneda