domingo, 9 de enero de 2022

Helena

 



Cuando abrí los ojos, no paraba de sangrar.
Mi cuerpo se tensó. Había ocurrido todo tan deprisa que mi mente era incapaz de procesar la tragedia.
Tomé aire
Necesitaba organizar mis ideas antes de tocar aquel cuerpo que gemía mientras la vida se le escapaba. Hubiese preferido que fuese el mío quien sangrara de aquella manera, pero no, no fue así. Era el de Helena: mi confidente, mi pareja, mi amiga.
- No, no, no… - Negué una y mil veces en mi interior.
 
El cielo de la tarde era color humo y hacía frio. El aire olía a cerezas y a hierba verde recién cortada.
Busqué con la mirada.
Necesitaba un trapo, una toalla, algo que pudieses comprimir contra la piel desgarrada de su vientre y así ayudar a contener la hemorragia. Me quité la sudadera y agaché mi cuerpo apoyando las rodillas en el suelo, aplasté la hierba hasta que sentí las piedras que se clavaban dolorosamente en mi piel.
-  Aguanta, por favor cariño, pronto llegará un médico – Mentí.
 
Ella no alteró ni un músculo de su cara, tampoco movió los párpados. Sus graciosas pecas, siempre frescas, se mantuvieron inanimadas. La mirada era gris, extraviada, con los ojos llenos de fracaso. Todo ello no ayudó a hacerme sentir una serenidad que necesitaba. Yo, ya sabía que Helena estaba agonizando.
- Por favor, mi niña… ¡no! Ven, baila, baila conmigo sintiendo la humedad de la tierra, como a ti te gusta – Susurré intentando que su alma se quedara a mi lado.
 
Gruesas gotas de un sudor frío se acumularon en mi frente. El silencio era tan profundo que hacía daño a los oídos. Intenté recordar las instrucciones de aquel curso de socorrismo que impartieron en el instituto… “Comprime la herida para evitar que salga la sangre. Aunque percibas que no está consciente háblale para darle tranquilidad. Si hay salida de la masa intestinal, no intentes recolocar. Elévale las piernas sin dejar de comprimir”.
 
Que fácil fue efectuar las prácticas con aquel muñeco. Nada que ver con esta realidad: El cuerpo inerte de mi pareja, el olor ocre de su sangre, la sensación de inseguridad invadiendo mis sentidos hasta dejarme aturdido. La realidad giró sobre mí mismo dejándome sumido en un mareo que a punto estuvo de hacerme vomitar.
Realicé paso a paso todo lo que recordaba: Tomé el pulso en la carótida, este era muy débil. Comprobé que respiraba. No podía ponerla en posición lateral de seguridad ya que temía que la hemorragia aún se hiciese más fuerte.
Sentí la profunda necesidad de coger el móvil y pedir ayuda. Hablar con alguien, el 112 era una opción.
Un destello, una chispa, un pensamiento llega a mi mente: PAS
-          ¿Qué significaban aquellas siglas?
 
Contuve el aliento, esperando. Entrecerré los ojos para intentar recordar: PAS… Proteger, Avisar, Socorrer.
Creí sentir un murmullo a mi espalda.
No me giré.
Decidí ignorarlo.
- Helena estoy a tu lado, yo te protejo. No te vayas. Pronto recibiremos ayuda – Volví a mentir, sabía que la ayuda no llegaría nunca.
 
La sangre empapaba mis manos y se deslizaba lentamente por el costado de su cuerpo hasta ser tragada por la tierra reseca donde descansaba su espalda.
Gotas de lluvia comenzaron a caer de repente, pero no fue una gota y otra después, no: todas las gotas cayeron del cielo oscuro al mismo tiempo con un estruendo ensordecedor.
Furioso, miré hacia arriba.
- ¿No solo no me ayudas, sino que aún me pones más complicaciones? – Recriminé no sé muy bien a quien.
 
En ese instante mi mundo se resquebrajó, me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña. Rompí a llorar mientras la abrazaba.
-  No, no, no… no me dejes Helena. Si te vas no sabré seguir sin ti. Has sido todo en mi vida. No, no, no… ¡por favor! Te necesito. Esto tiene que ser un sueño, una maldita pesadilla, noooo… - Su cuerpo se había quedado exánime, y sus músculos parecían confeccionados con trazos de algodón. Comencé a temblar mientras me castañeaban los dientes. Me sentía a merced de las circunstancias, como un corcho a la deriva en el mar - La gente se va de mi lado, lo sé. Sobre todo, siempre me abandonan a mí – La acaricié con ternura. Mis dedos se quedaron llenos de pena. Me temblaba la mano cuando agarré el cuchillo, decidí no desenterrarlo de su cuerpo.
 
Un relámpago cruzó ante mis ojos y un trueno estrepitoso estremeció mi cuerpo. Fue el momento, la señal de que ella se iba. Su cuerpo se relajó en mis brazos y sentí como su alma se volatilizaba en el aire, sus párpados descendieron dejando velada aquella mirada gris.
Me acerqué lo suficiente como para poder susurrarle o besarla, pero no hice ninguna de las dos cosas.
Entonces una voz dictatorial, profunda y varonil, gritó a mi espalda.
-          ¡Corten, corten!
 
Una serie de aplausos inundaron la escena y una docena de focos iluminaron el lugar.
-  Bravo ¡braavooo!
 
El director se acercó a mi sonriente y me propinó tres palmadas en la espalda.
-          Has estado soberbio, genial. Nos has emocionado a todos.
-          Gracias – susurré con el aire contenido en mis pulmones.
-          Ya está… ¡Qué alguien ayude a levantarse a Helena!
 
Me alejé dando la espalda a todo. A todos. Sentía que el mundo se hundía bajo mis pies. Huellas ensangrentadas me perseguían. De pronto me sentía muy sucio, porque la verdad que ocultaba era un arma demasiado afilada como para esgrimirla en aquel instante. Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma y el mío era saber que Helena nunca más volvería a levantarse, si ella aun estuviera viva mi representación no habría sido tan real, nadie mi habría felicitado. Tal y como si no muriéramos no apreciaríamos la vida como lo hacemos, porque la vida de los muertos consiste en hallarse presentes en el espíritu de los vivos.
Escuché voces y gritos.
-  Qué alguien llame a un médico ¡Rá-pi-do!

En mis labios se dibujó una mueca. No estoy seguro, pero creo que fue una sonrisa aderezada con el sabor salado de las lágrimas atascado en mi garganta.
Cerré los ojos, ella había parado de sangrar.


                                                                              L.J. Pruneda