Mi cuerpo se tensó. Había ocurrido todo tan deprisa que mi mente era incapaz de procesar la tragedia.
Tomé aire
Necesitaba organizar mis ideas antes de tocar aquel cuerpo que gemía mientras la vida se le escapaba. Hubiese preferido que fuese el mío quien sangrara de aquella manera, pero no, no fue así. Era el de Helena: mi confidente, mi pareja, mi amiga.
- No, no, no… - Negué una y mil veces en mi interior.
Necesitaba un trapo, una toalla, algo que pudieses comprimir contra la piel desgarrada de su vientre y así ayudar a contener la hemorragia. Me quité la sudadera y agaché mi cuerpo apoyando las rodillas en el suelo, aplasté la hierba hasta que sentí las piedras que se clavaban dolorosamente en mi piel.
- Aguanta, por favor cariño, pronto llegará un médico – Mentí.
- Por favor, mi niña… ¡no! Ven, baila, baila conmigo sintiendo la humedad de la tierra, como a ti te gusta – Susurré intentando que su alma se quedara a mi lado.
Realicé paso a paso todo lo que recordaba: Tomé el pulso en la carótida, este era muy débil. Comprobé que respiraba. No podía ponerla en posición lateral de seguridad ya que temía que la hemorragia aún se hiciese más fuerte.
Un destello, una chispa, un pensamiento llega a mi mente: PAS
- ¿Qué significaban aquellas siglas?
Creí sentir un murmullo a mi espalda.
No me giré.
Decidí ignorarlo.
- Helena estoy a tu lado, yo te protejo. No te vayas. Pronto recibiremos ayuda – Volví a mentir, sabía que la ayuda no llegaría nunca.
Gotas de lluvia comenzaron a caer de repente, pero no fue una gota y otra después, no: todas las gotas cayeron del cielo oscuro al mismo tiempo con un estruendo ensordecedor.
Furioso, miré hacia arriba.
- ¿No solo no me ayudas, sino que aún me pones más complicaciones? – Recriminé no sé muy bien a quien.
- No, no, no… no me dejes Helena. Si te vas no sabré seguir sin ti. Has sido todo en mi vida. No, no, no… ¡por favor! Te necesito. Esto tiene que ser un sueño, una maldita pesadilla, noooo… - Su cuerpo se había quedado exánime, y sus músculos parecían confeccionados con trazos de algodón. Comencé a temblar mientras me castañeaban los dientes. Me sentía a merced de las circunstancias, como un corcho a la deriva en el mar - La gente se va de mi lado, lo sé. Sobre todo, siempre me abandonan a mí – La acaricié con ternura. Mis dedos se quedaron llenos de pena. Me temblaba la mano cuando agarré el cuchillo, decidí no desenterrarlo de su cuerpo.
Me acerqué lo suficiente como para poder susurrarle o besarla, pero no hice ninguna de las dos cosas.
Entonces una voz dictatorial, profunda y varonil, gritó a mi espalda.
- ¡Corten, corten!
- Bravo ¡braavooo!
- Has estado soberbio, genial. Nos has emocionado a todos.
- Gracias – susurré con el aire contenido en mis pulmones.
- Ya está… ¡Qué alguien ayude a levantarse a Helena!
Me alejé
dando la espalda a todo. A todos. Sentía que el mundo se hundía bajo mis pies. Huellas
ensangrentadas me perseguían. De pronto me sentía muy sucio, porque la verdad que
ocultaba era un arma demasiado afilada como para esgrimirla en aquel instante.
Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma y el mío era
saber que Helena nunca más volvería a levantarse, si ella aun estuviera viva mi
representación no habría sido tan real, nadie mi habría felicitado. Tal y como
si no muriéramos no apreciaríamos la vida como lo hacemos, porque la vida de
los muertos consiste en hallarse presentes en el espíritu de los vivos.
Escuché voces y gritos.
- Qué alguien llame a un médico ¡Rá-pi-do!
Escuché voces y gritos.
- Qué alguien llame a un médico ¡Rá-pi-do!
En mis labios se dibujó una mueca. No estoy seguro, pero creo que fue una sonrisa aderezada con el sabor salado de las lágrimas atascado en mi garganta.
Cerré los ojos, ella había parado de sangrar.
L.J. Pruneda