L.J. Pruneda
El sol acaba de brotar.
Luminoso.
Intenso.
El cielo tiembla
bajo los rayos de luz y el viento tenue… sí, el viento parece querer peinarlo
todo con las hojas que han abandonado lentamente las ramas de los árboles, y se
van en busca de otro espacio, de otro lugar, generando un nuevo y desconocido
paisaje.
Ante los ojos se
presenta un horizonte único.
Mágico.
Como ocurre cada
día cuando la mañana rúbrica su renaciente germinar.
Se presenta otra
jornada, otra oportunidad de seguir con lo que ayer hemos dejado inacabado, o
tal vez es el momento de comenzar algo nuevo, algo distinto.
Sí, se puede
aprovechar la oportunidad, ya que la vida ofrece un nuevo día que será el nexo
de unión entre el pasado y la posibilidad de vivir un desconocido y motivador comienzo
de algo inimaginable.
Pero… no. No
siempre es así.
Si por un
momento observamos pacientemente a nuestro alrededor, se puede apreciar la
presencia de personas que aborrecen sus trabajos, que no quieren a sus parejas,
que desean ver y vivir otros mundos. Pero… pero que se quedan estáticos, un día
tras otro, viviendo las vidas que un día crearon, y que hoy ya no desean vivir,
pero tampoco se atreven a abandonar.
Sin apenas darle
importancia a ese comportamiento, descubriríamos que, tal vez, hay miles de
personas en el mundo atrapadas en vidas que ya no desean, que permanecen un año
tras otro en una existencia que no les llena los sentidos.
Viven cada sol, como
su día más largo.
No, no viven.
Sobreviven.
Sobrellevan su
existencia con más resignación que convencimiento.
No son felices.
No saben lo que eso significa.
Mucha gente
supone que la felicidad consiste sólo tener salud, amor y proyectos que les
apasionen. Socialmente así se lo han mostrado, y ellos lo han percibido y
compartido así desde su infancia. Pero bajo todas estas creencias subyace una
ineludible base colectiva que sirve de motivo y a la vez de justificación, y
que en definitiva nos hace olvidar que la felicidad es solo un estado interior
que depende única y exclusivamente de nosotros mismos.
Qué simple ¿verdad?
Aprecio que
miras el texto con sorpresa ¿Crees haber leído algo chocante?
Ambos sabemos
que esa felicidad que se busca, no depende de nuestras condiciones externas y sí
se basa únicamente en la coherencia personal.
¿He escrito
coherencia?
Parece una
palabra tan fácil de pronunciar, pero… qué difícil de poner en práctica
¿verdad?
Sin embargo, ser
coherentes con lo que pensamos, sentimos y hacemos es lo que realmente nos hace
sentir satisfechos.
¿O no?
Nacemos y según
van pasando los meses y los años, unas veces de forma disciplinada y otras
sometida, dedicamos más de la mitad de la vida a adiestrar nuestra mente, a
adquirir capacidades para razonar, teorizar, vincular, distinguir, ordenar y
argumentar. Por el contrario, se va dejando al azar la educación de nuestros
propios afectos, el desarrollo del lenguaje emocional y todo lo que esto
significa, desconociendo que con ello perdemos la posibilidad de conocer
revelaciones vitales para acomodar nuestro sentir, y en definitiva nuestra
propia vida ante la realidad.
Si somos lógicos
con nosotros mismos, si respetamos la coherencia como norma de vida,
descubriríamos con cierta sorpresa que nuestro estado de ánimo, nuestra salud,
nuestro trabajo y todo lo demás, se sincronizan en armonía, siguiendo una
curiosa inercia que parece ser impulsada por la fuerza de la naturaleza.
Tal vez estas
palabras sólo son teoría.
Tal vez sólo son
una realidad más, de tantas y tantas, como se dicen y señalan durante el
transcurso de un día.
Tal vez sólo sea
una de las muchas facetas del prisma que compone la vida.
Mientras tanto,
podemos quedarnos con lo que Gandhi decía: “La
felicidad consiste en poner de acuerdo tus pensamientos, tus palabras y tus
hechos”.
Tarea realmente
difícil.