Soledad,
ella es mi compañía.
Con el
desaliento colgado en los ojos, me encojo de hombros. Esa es la palabra que
define quien soy, cómo me siento.
Sola.
No, no
me atrevo a comentar esta inexplicable sensación con nadie…
¿Cómo explicar que me siento así
y a la vez estoy rodeada de tanta gente?”
¿Cómo explicar, que es mi cuerpo
lo que ven y que mi alma transita escondida dentro de una hermética coraza que
puja por cuartearse?
¡No, no,
no!... nadie me creerá.
Le observo,
solo es una persona que pasa por ahí, una sombra más de mi entorno qué rehúye
mi mirada.
Intento
olvidarme de él.
Camino,
evitando tropezar con la gente. Decenas de personas me saludan a diario. Dicen
que soy uno de esos seres humanos a los que llaman “triunfadores”
¿Triunfadora?
¿Yo? Desconocen que, cada noche, cuando avanzo cansada en busca de mi cama, me
siento vacía. Sola.
Sí,
sola.
Camino
con los ojos cerrados en la oscuridad, solo ahí, en medio de lo invisible,
encuentro refugio para mi espíritu.
Enarco
las cejas y lanzo un chirriante suspiro.
Necesito
comunicarme. Saber que soy significativa para alguien.
Sí,
importante. Eso no puede ser malo, ¿verdad?
No
quiero que sonrían al personaje. Deseo que busquen el corazón de mi persona. Mi
alma, mi espíritu, mi esencia… eso que soy, en lo que me he convertido, no a mi
aspecto, a mis ropajes… a quien represento ser.
Deseo
tener alguien a mi lado, alguien que desee alimentarme cuando mi mente sienta
hambre, cuando mis sueños estén muertos, cuando mis ojos abiertos no ven la luz.
Deseo alguien que, cuando la angustia visite mi alma, esté ahí conmigo
entregándome su protección. No, no quiero ocultar mis momentos de tristeza.
Quiero, que cuando una lágrima inerte recorra mi cara, alguien se dé cuenta de
que solo soy un ser humano más, y con ternura acaricie la estela de sal y cubre
mi desánimo con un abrazo protector. Sí, un abrazo de esos tan dulce e intenso,
como el que se regala a un ser querido un instante antes de la despedida.
Tú… sí tú. Tú que estás ahí frente
a la pantalla, inmóvil, mirándome… ¿Alguna vez has sentido el peso de la
soledad? ¿Alguna vez has percibido su aroma? ¿Alguna vez has escuchado el
repiqueteo del nudillo de sus dedos sobre el vacío que alberga tu pecho?
Sí, estoy
segura que sabes a lo que me refiero. Ese instante que conoces tan bien, ese
momento donde la tristeza inunda tu sentir, tu alma, tus pensamientos, y
amordaza el cuerpo inmovilizándolo… y, poco a poco, se apodera de tu propia alegría.
Ese minuto inacabable cuando dejas ver la sonrisa en tu cara, pero ocultas el desierto
que llena tu corazón. Justo ese intervalo cuando deseas ser un texto abierto
donde todos puedan leer tus debilidades y, sin embargo, sin darte cuenta,
cierras las tapas del cuaderno con un candado invisible y… dejas el libro ahí, cerrado,
hermético, lacrado, como si de un diario escrito por un adolescente se tratara.
Llegas a
casa, sonríes.
Te sonríen.
Todo
está bien.
Solo ven
tu cuerpo, el envoltorio de tus acciones y pensamientos. No saben, no pueden,
ni quieren ver más. No sabes bien cuál es el motivo, pero nadie llega a tu mundo
interior. Y quieres que lleguen a ti, pero… pero no ayudas, no les indicas el
camino.
Y un día
más, cae la noche, y con el pecho congestionado por la angustia, te sientes
realmente sola, totalmente solo.
Sola
contigo misma.
Solo con
tus ideas.
Sola con
tus ilusiones.
Solo con
tus frustraciones.
Sola.
Solo.
Piensas…
¿Esto es normal?
¿Lo vive así todo el mundo?
Dejo de
pensar en ti, ahora pensaré solamente en mí.
¿Es
egoísmo o simplemente supervivencia?
Me da
igual. No me preocupa la respuesta. Ni me interesa.
Me cruzo
en la escalera con mi vecino. Lo miro detenidamente, parece feliz…
¿Cómo la hace?
Se le ve lleno, pleno y
sociable. No… no parece estar solo.
Al
llegar al trabajo observo a mi compañera de mesa. Lleva años sentada tras ese
escritorio frente a mí y me doy cuenta de que no me conoce. En realidad, yo
tampoco la conozco.
Sonríe
con naturalidad. Creo que es feliz…
¿Qué pensará de mí?
¿Se dará cuenta del monólogo que
se debate en mi interior?
La
angustia llena mi pecho, pero ante su saludo sonrío con educación. Siempre lo
hago, porque no deseo que perciba cómo me siento. No
quiero que pueda leer en mi cuerpo y ver el desamparado reflejado en mis
pupilas. Solo pensarlo me aterra y me enmudece.
Me
encojo de hombros para quitarle importancia.
Ya no
juego con mis hijos, ellos han sobrepasado la adolescencia, siento que ya no me
necesitan. Mi marido tiene su círculo de amigos, con ellos pasa las horas y,
aparentemente se le ve feliz … ¿Qué pensamientos albergará su cabeza? ¿Qué
sentirá en sus momentos de silencio? ¿Pensará como yo?
Lo miro
a los ojos, con ellos lanzo un amargo grito a mi desierto. Pero..., mi boca
guarda un cruel mutismo. Él mira mis pupilas dilatadas por la ansiedad, pero no
puede ver más allá de mi piel, no percibe lo que habita en mi interior. No es
capaz de escuchar los gritos de mi silencio.
Mañana
comenzará un nuevo día. Al despertar, la compañía de la nostalgia cabalgará una
jornada más sobre mis hombros. Querré que alguien se convierta en mi héroe o
heroína salvadora y me rescate de las afiladas garras del aislamiento. A medida
que pasen las horas, iré perdiendo la esperanza… y al llegar la noche, al
acostarme, un día más me sentiré igualmente vacía.
Dormiré
abrazada a la almohada. Sí, a ese objeto inerte que cada noche me arropa y que
en mi interior he bautizado con ironía con el nombre de… Soledad.
L.J. Pruneda